Posiblemente el mejor y más preocupante indicador actual de la magnitud de la violencia en colombia que vivimos sea el de los homicidios. En los últimos veinticinco años del siglo pasado el país casi llegó a un total de medio millón de homicidios. En la última década se registró un promedio anual de 25.000 homicidios. En el año 2000 el país superó dicho promedio y alcanzó un total de 25.655 homicidios, para una tasa de 61 homicidios por cien mil habitantes, según los datos del Centro Nacional de Referencia sobre Violencia del Instituto de Medicina Legal. Como la tasa media mundial es de 5 por cien mil, puede apreciarse la magnitud de la tragedia: Colombia tiene en la actualidad una tasa de homicidios doce veces superior a la mundial.
No sólo los homicidios denuncian los niveles de barbarie. El secuestro se ha convertido en una amenaza permanente y casi indiscriminada para toda la población. El promedio diario actual es de aproximadamente cinco, incluyendo las diferentes modalidades: individual, colectivo, extorsivo, político, delincuencial. Sin alcanzar las magnitudes del homicidio y el secuestro, el país padece muchas otras formas de violencia. El maltrato infantil en los distintos escenarios de la vida social, el maltrato contra las mujeres y contra los ancianos en la familia y en otras instituciones, los asaltos en las calles e inclusive el suicidio constituyen otras formas de violencia registradas en el país, pero con frecuencia e intensidad comparables e inclusive inferiores a las de otros países.
El desplazamiento forzoso se ha convertido en Colombia en una de las peores consecuencias de la violencia actual.(9) No se dispone de cifras exactas, pero hay estimaciones de que ya son cerca de dos millones las víctimas del desplazamiento interno por la violencia. Y es preciso señalar que aún la denominación de desplazado es inadecuada dado que no expresa la magnitud y complejidad de la tragedia que esconde. Más que desplazados son exiliados dentro de su propio país, son desarraigados por la fuerza del miedo y la intimidación de su entorno afectivo, geográfico, laboral y cultural y obligados a estar como nómadas y marginales en los cinturones de miseria de las ciudades y pueblos, carentes de casi todo y mirados con desconfianza e incomprensión.
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